domingo, 28 de junio de 2009

Un día de escuela

La voz de la profesora de literatura llegaba como un murmullo al fondo del aula. Sentada en el último banco de la fila que se alineaba contra la pared, Verónica podía perfectamente seguir ensimismada en su propio mundo, sin temor a que algo rompiese el equilibrio de sus pensamientos. Además, sin tener que disimular, apenas levantando los ojos, alcanzaba a verla. La conocía desde que ella había entrado a la escuela hacía ya casi dos años, recién llegada de otra ciudad de la provincia. Feliz coincidencia, la casa que la familia de ella alquiló quedaba a unas pocas cuadras de la suya. Su nombre era Julia, y a pesar de ser totalmente distraída, se aprendió ese nombre y no lo olvidó más, no como otros tantos nombres que se le escapaban de la memoria… Su reconocida timidez e introversión no le impidieron acercarse a esta recién llegada. Al principio, el interés se debió a lo de siempre, Julia representaba algo diferente, algo que venía a quebrar la monotonía de la ciudad que sentía tan aplastantemente gris. Pero con el pasar de los días, se dio cuenta de que Julia era verdaderamente interesante. Podía hablar con ella horas y horas. Una conjunción perfecta de buena conversación y confianza.
La profesora de literatura seguía desvariando y tratando de que su ineptitud pasara desapercibida para sus desinteresados alumnos. Desde su lugar, Verónica escuchaba a medias lo que la encorvada docente trataba de explicar acerca del realismo mágico. Sus ojos se iban constantemente al banco que ocupaba Julia, dos lugares más adelante de la fila de la izquierda inmediata a la suya. Su cabello castaño caía sobre sus hombros, estudiadamente despeinado. Con ese gesto tan típicamente suyo, levanto la mano derecha para acomodar el mechón rebelde detrás de la oreja y dejar al descubierto su cuello, larguísimo, en el que se definían las venas y arterias en una hidrografía que Verónica conocía mucho mejor que la de los mapas de geografía que se suponía debía estudiar. El delantal blanco, de esos que usan las chicas, con tablas y muy cortito, abrochado detrás, con un cinto que forma un moño, le sentaba perfectamente. Verónica siempre había odiado los uniformes, de todo tipo, pero en este caso… La mano de Julia volvió a jugar con el lápiz, nuevo, de esos de dibujo, que tanto le gustaba usar. Verónica notó que apenas los lápices de Julia comenzaban a disminuir de longitud por el uso, eran reemplazados por nuevos, relucientes, con el olor a madera intacto y la punta perfecta con que vienen de la fábrica.
Verónica no podía verle la cara, el ángulo se lo impedía, aunque a veces podía distinguir el perfil de Julia cuando ella apoyaba su rostro en su mano izquierda, evidentemente aburrida en la clase. En un momento, Julia se dio vuelta, seguramente porque podía sentir la intensidad de la mirada en su espalda y sus ojos se encontraron. Verónica no se preocupó por esto, sabía que su tez oscura impedía que se notara cuando se ponía colorada. Julia le hizo un gesto como preguntando si le pasaba algo, gesto al que Verónica no supo cómo responder, y optó por clavar la mirada en las hojas de carpeta que tenía encima del banco. Con su lapicera negra comenzó a dibujar los márgenes, con líneas rectas formando dibujos caprichosos. Se abocó a esa tarea como si fuese lo más importante del mundo, la verdad era que estaba nerviosa y a la vez ansiosa. En el momento en que la profesora mencionaba a García Márquez, un bollito de papel cayó sobre su banco, Verónica miró alrededor sorprendida y vio a Julia dada vueltas e indicándole que abriera el papelito. Lo hizo, obedientemente, y leyó: ¿te pasa algo? Verónica no sabía muy bien que contestar, así que escribió: No me pasa nada :) Dibujó el ícono para no dejar dudas de que decía la verdad. Conocía a Julia y sabía que no era fácil de engañar. Volvió a armar el bollito y cuando la profesora no miraba, se lo tiró a Julia. Ella lo leyó, y Verónica vio que escribía nuevamente en el arrugado papelito. No pudo remediar el volver a mirarla. Se había enamorado de Julia sin poder evitarlo. El sentimiento la invadió como una gripe de esas que te dejan en cama por una semana y con secuelas por varias más. Un virus que le producía fiebre, insomnio, náuseas, cambios de humor, en fin, toda la sintomatología de un enamoramiento de esos que dejan marcas. No hubo paracetamol que hiciera efecto ni vahos que la ayudaran a respirar mejor. Julia le quitaba el aliento y ella era la única que podía devolvérselo. El papelito volvió a describir una parábola en el aire, para, gracias a la gravedad terrestre y a la puntería de Julia, caer sobre su banco una vez más. Esta vez se leía: “Esta mujer no entendió nada de Cien años de soledad” Julia y Verónica eran buenas lectoras, no las iba a engañar una profesora mediocre. Sin saber que la impulsó, Verónica escribió rápido, casi rasgando el papel: “si pudiera, te llevaría conmigo a vivir a Macondo” Sin pensarlo, devolvió el papel a su dueña. Julia leyó, pero a los gestos de su rostro, Verónica no pudo verlos ni adivinarlos. Desde otro ángulo se pudo apreciar un arqueo de cejas primero, que dio paso a una expresión de sorpresa, que se convirtió en una media sonrisa mezcla de ternura y algo indefinido, acompañado por rubor de mejillas. Julia se levantó y pidió permiso a la profesora para ir al baño, que no se sentía bien, dijo. Pasaron un par de minutos, que a Verónica le parecieron demasiados. Se levantó a su vez y le dijo a la profesora que iba a ver como estaba Julia. Sin esperar respuesta, salió del aula. Sabía que la escuela tenía reglas, que no podía haber más de un alumno fuera del salón con permiso, pero esto no le importó. Se dirigió automáticamente al baño de mujeres, un recinto algo apartado y bastante grande, con varios cubículos, todavía con baños a la turca, con los tiempos que corren. Pero estaban siempre muy limpios y eran de un mármol blanco con vetas rosadas. Verónica entra al baño y ahí estaba Julia, apoyada en la pared del fondo. La estaba esperando. Verónica caminó hacia ella lentamente, le temblaban las rodillas, y como de costumbre cuando se acercaba a Julia, le faltaba el aire y el corazón latía en ritmos irregulares. “Disculpáme Julia, no sé que me pasó, lo que escribí…” no pudo seguir. Julia estiró su brazo, y con su mano buscó la de Verónica y la condujo al último cubículo, el más apartado. Verónica se dejó conducir, no tenía fuerza de voluntad. Julia cerró la puerta, y se puso frente a Verónica mientras que la miraba a los ojos. Verónica casi no podía sostener esa mirada, estaba tan nerviosa que no podía leer lo que significaba. Julia abrió los labios para susurrar: “ojalá pudiéramos escaparnos a Macondo” Estaban muy cerca, pero esa cercana lejanía se les hizo insoportable. Verónica rodeó la cintura de Julia y la abrazó como hacía tanto tiempo que lo deseaba, mientras Julia le apoyaba su cabeza en el hombro, sus brazos alrededor de su cuello, apretándola muy fuerte. Se separaron unos centímetros y volvieron a mirarse. Los labios de Julia temblaban, toda ella temblaba en los brazos de Verónica. El beso inminente, que estaba entre las dos, se había empezado a gestar desde el primer momento en que se lo imaginaron, cada una por separado, cada una en un momento distinto, o quizás el mismo… Los labios se acercaron lentamente, Verónica pudo percibir el aliento de Julia, una mezcla de chicle de tutti frutti y la madera del lápiz nuevo que había mordisqueado durante la clase. El primer roce, suave…luego los labios presionaron buscando más, un beso lento, Verónica había cerrado los ojos pero los abría de a ratitos para ver la cara de Julia, las lenguas, tímidas al principio, dieron lugar a juegos más profundos y sensuales, mientras las manos de ambas presionaban en la nuca de su pareja…rumor de pasos, risas, gritos…Había tocado el timbre de salida y no lo habían escuchado. Salieron del baño de a una, primero Verónica, después Julia.
Al día siguiente, Julia casi no miró a Verónica ni la saludó. El resto del año transcurrió así, entre negaciones, indiferencias, miradas delatoras y cobardías evidentes.